lunes, 31 de agosto de 2015

Atraer a un vampiro



Una de las formas más utilizadas para atraer a un vampiro consistía en elegir un niño o una niña, lo suficientemente jóvenes como para ser vírgenes, y sentarlos sobre un caballo de color negro, preferiblemente casto y que no hubiese tropezado nunca.

Se llevaba al caballo al cementerio y se lo hacía pasar sobre las tumbas sospechosas de albergar a un No Muerto. Si el animal se rehusaba a pasar sobre una de ellas era una clara señal de que allí estaba enterrado un vampiro.

Acto seguido se sentaba a los niños sobre la lápida y luego se los llevaba a un lugar seguro. Cuando cayese la noche el vampiro seguiría invariablemente el rastro odorífero dejado por los infantes; y de este modo caería en una trampa letal.

Esta creencia está muy bien descrita en la novela de vampiros de Ann Rice, Entrevista con el vampiro (Interview With a Vampire).

Algunos folkloristas sostienen que originalmente las lápidas no tenían el propósito de ilustrar sobre la vida pasada del difunto, sino que eran un método para impedir que los vampiros se levanten de sus tumbas.

Existen otros métodos, acaso más modernos, para atraer a los vampiros; los cuales consisten en aplicar inversamente los ritos tradicionales para alejarlos.

Por ejemplo, así como los vampiros odian el ajo, adoran en cambio el aroma de las amapolas. Estas flores ejercen un tremendo magnetismo en los vampiros y los llevan a cometer toda clase de imprudencias para obtenerlas.

En los mitos de Europa del Este encontramos muy pocos remedios tradicionales para convocar a los vampiros, ya que en esa zona los vampiros suelen ser bastante poco agradables y de existencia miserable. Voltaire (escritor, historiador, filósofo y abogado francés) solía burlarse de ellos diciendo que la creencia en vampiros es directamente proporcional a la ignorancia de los pueblos que profesan su fe.

Pero en la iluminada cultura de la Europa de Voltaire también se agitaba el germen del vampirismo, el cual adquiría muchas formas. Las leyendas fueron ganando en sutilezas, en pequeñas contradicciones y desarreglos que aumentaron lentamente la creencia en los vampiros.

Se empezó a considerar que los vampiros pueden ingresar en una habitación sólo cuando la víctima los invitaba, concientemente o no.

Veamos algunas formas en las que un vampiro podía presentarse en el lecho de una dama:

No era necesaria la ausencia de objetos religiosos. Los vampiros no temen a ningún símbolo sagrado en presencia de personas frívolas. Sólo los aborrecen cuando las cruces y relicarios operan como catalizadores en manos de hombres de probada fe.

Las rosas, en cambio, producen en los vampiros un fuerte rechazo, especialmente las blancas. Tampoco es recomendable tener un recipiente con agua en la habitación, particularmente cerca del lecho, ya que los vampiros no pueden cruzar ningún límite marcado con agua; y esto funciona, dentro de la leyenda claro, tanto para los ríos como para un simple vaso con agua.

Es importante destacar que una vez que el vampiro se ha hecho presente, tanto la ignota dama como él son igualmente responsables por el bienestar del otro.

Nos explicamos.

Así como el vampiro necesita una invitación para ingresar en una casa, también requiere una autorización para abandonarla. Motivo por el cual, los vampiros suelen alimentarse visitando el cuarto de sus amantes pero jamás les dan muerte dentro de aquellos límites; ya que sin la autorización de la víctima el vampiro no podrá abandonar el lugar.

Es así que la mujer y el vampiro deben complementarse: él leerá sus deseos más recónditos, incluso de los que ella no es enteramente consciente, y saciará todos sus apetitos a medida que bebe su sangre. Ella le ofrecerá el cáliz de su cuello; se irá diluyendo entre sus abrazos; pero el placer será apenas una anticipación, un preludio, jamás terminará de consumarse; y cuando la sombra del vampiro abandone la habitación nuestra desconocida dama creerá haber tenido un sueño espantoso, sentirá sobre sus labios los ecos de un beso frío, helado como la tumba; su cuerpo temblará, sus dedos recordaran la textura etérea de un cuerpo lívido que se niega a permanecer en la memoria.

Nadie que haya sido mordido por un vampiro recordará plenamente la experiencia, y mucho menos el rostro de su siniestro visitante. La noche será como una pesadilla agitándose en un rincón inaccesible de la mente.

¿Sucedió aquello?

¿Fue un sueño?, se preguntará razonablemente.

Podemos imaginar a esta hipotética mujer luchando por conciliar el sueño, con la mente atribulada por dudas y un horror que se resiste a ser evacuado por la lógica. La habitación parece cerrarse sobre ella, con sus paredes ensombrecidas y las cortinas ondulando suavemente con la brisa nocturna.

Y en el preludio del sueño, donde la conciencia se abre paso hacia lo imposible, tal vez la veamos estirar sus dedos temblorosos para verificar la lubricidad de su sexo envuelto en tinieblas; intentando recordar en vano un momento que acaso jamás tuvo lugar. Entonces verá, sobre la blanca palidez de las sábanas, una diminuta perla púrpura, la joya roja de sus venas; y ya no habrá más incertidumbre.



AUTOR: Aelfwine para elespejogotico.blogspot.com.ar


Ciertas creencias sobre cómo combatir a los vampiros



A veces las leyendas de vampiros sorprenden por su osadía, y otras por su extrañeza.

Por ejemplo, en Europa Oriental se pensaba que los vampiros podían dejar a la gente muda con su presencia; o robar la fuerza y la belleza de los mortales, y hasta la leche de las madres primerizas.

Casi todas las leyendas de vampiros coinciden en afirmar que estas criaturas temen a la luz en casi todas sus formas, con excepción de la luz de la luna, de manera que un buen fuego puede ahuyentarlos.

Con este propósito repelente se colocaban antorchas encendidas sobre las puertas de las casas, aunque esa tradición fue dejando paso a cruces hechas con espinas de rosas silvestres, mucho más efectivas para ahuyentar a los vampiros.

En Rumania existía otra curiosa leyenda de vampiros y sus raras repugnancias. En ciertas partes de Transilvania se afirma que la mejor forma de mantener alejados a los vampiros de las aldeas es esparciendo semillas de amapola en los senderos que unen la iglesia y el cementerio, ya que los vampiros (vaya a saber uno por qué) deben parar a recoger cada una de ellas, y de esta forma se los retrasa fatalmente hasta la salida del sol.

Pintar un par de manchas blancas sobre la frente de un perro negro evitaba que los vampiros se alimenten del ganado. Si un gato o algún otro animal "maldito" saltaba sobre un cadáver antes de ser enterrado podía convertirse en vampiro.

Si el cuerpo de un cadáver se reflejaba involuntariamente en un espejo, desde entonces era considerado como un posible vampiro, y se lo inhumaba con todas las precauciones del caso.

Repasemos un párrafo de la bella obra: La tierra más allá del bosque (The Land Beyond the Forest, 1888), de Emily Gerard:

Aún el linaje más puro no puede asegurar a nadie contra la introducción de un vampiro en la bóveda de la familia, debido a que todas las personas asesinadas por un Nosferatu se convierten igualmente en vampiros después de su muerte. Ellos continuarán succionando la sangre de los inocentes hasta que se haya conjurado al espíritu abriendo la bóveda de la persona sospechada y atravesando el cadáver con una estaca.


AUTOR: Aelfwine para elespejogotico.blogspot.com.ar


Sobre la conversión y el alma de un vampiro



La manera más común de convertirse en vampiro es, por supuesto, ser mordido por un vampiro. Pero no todos los métodos de transformación son tan conocidos y accesibles; algunos, de hecho, son bastante complicados de comprender, ya que resulta prácticamente imposible establecer un vínculo entre ciertos hechos y actos, en apariencia inocentes, y su naturaleza como disparador de una transformación vampírica.

En Hungría, por ejemplo, se condenó a una mujer en el siglo XIII por haber concebido durante un Viernes Santo y luego destetar al bebé prematuramente. Como todos sabemos, o simulamos saber, esta es una clara señal de que el niño se convertirá en un vampiro.

Las sucesión de incongruencias continúa, aunque algunas mantienen algún atisbo de racionalidad.

En Europa Occidental, si alguna mujer no consumía suficiente sal durante el embarazo sería la madre de un vampiro. En esta tradición se asocia un remedio tradicional contra el demonio, y se lo aplica ante la posible gestación de uno de sus agentes.

Pero las formas más populares de convertirse en un vampiro estaban vinculadas a lo irreversible: el suicidio y la brujería; actos que, en la mayoría de los casos, eran vistos como una condena eterna para el alma humana.

Hoy podemos burlarnos de tales supercherías, pero en su época operaban como verdades incuestionables para el común de la gente.

Durante el reinado de la Inquisición, donde se quemaron a miles de personas basándose en principios y argumentos absurdos, el clero había asignado a un asistente para todos los verdugos de Europa, cuya tarea consistía en evitar que las brujas y magos negros se apropiaran del semen que brotaba de los condenados a la horca; el cual era utilizado en distintas pociones, ungüentos y filtros amorosos, con el único fin de conseguir que los muertos se levanten de sus tumbas.

Claro que no todos lo métodos para convertirse en vampiros eran tan espantosos. Por ejemplo, los errores gramaticales del latín, pronunciados durante la ceremonia previa al entierro, también eran factores a tener en cuenta.

Recordemos que durante la Edad Media, y aún en épocas posteriores, la educación de los monjes y sacerdotes no era particularmente profunda. Muchos de ellos pronunciaban un latín incomprensible, aprendiéndolo por fonética y repetición, sin entender realmente lo que estaban diciendo. A veces un error involuntario en un enunciado sagrado podía, según la creencia popular, hacer que el cadáver de alguien sin máculas en la vida mundana se levantara del sepulcro y comenzara a acechar a sus familiares y vecinos.

Existía también algo que sucedía realmente poco, incluso en aquella época llena de prodigios de ultratumba; y era la transformación por la pasión.

El vampiro que se convierte a sí mismo mediante la pasión no tiene nada que ver con maldiciones adquiridas, ni como consecuencia de oscuros ritos y abominables salmos al amparo de la noche; sino de un llamado de la sangre, algo predestinado en su ser, como si en los espacios más insignificantes de su alma se agitase un germen que pugna por salir a la superficie; un algo si nombre que flota sobre la conciencia y reclama de ella el sacrificio máximo: renunciar a la humanidad para integrarse a los ejércitos de la noche.

Este raro tipo de conversión en vampiro promueve la idea de que existe un alma de los vampiros, que algo insustancial pero poseedor de una fuerza irresistible late en el corazón de algunos humanos con capacidades extraordinarias.

El alma de un vampiro puro gravita sobre el cuerpo de ciertos humanos con las condiciones adecuadas; a menudo practicantes del ocultismo y el esoterismo más escandaloso; influyendo primero en sus pensamientos, luego en sus actos, avivando sus deseos más inconfesables y agudizando al extremo sus sentidos.

Con el tiempo llega la derrota de la voluntad, tan inevitable cómo anhelada. El hombre se abandona con dulzura a esa pasión irresistible que roe su mente, y sus ojos, narra la leyenda, finalmente se abren a los misterios de la Noche que no conocen siquiera el preludio del alba.


AUTOR: Aelfwine para elespejogotico.blogspot.com.ar


miércoles, 26 de agosto de 2015

Dos casos curiosos y rebuscados de vampirismo



Existen muchas formas de convertirse en vampiro. De hecho, quizás demasiadas.

Si nos guiásemos por las leyendas urbanas existen tantas formas de transformarse en vampiro que lo realmente asombroso sería encontrarse con alguien que no fuese un vampiro.

Dentro de las conversiones más formidables está el caso de una mujer húngara del siglo XIII.

Su marido, acaso por despecho, la denunció ante las autoridades seculares y eclesiásticas afirmando que había concebido durante el Viernes Santo, fecha escandalosa para el comercio amoroso, aunque sea dentro del marco lícito del matrimonio, y luego de haber destetado al bebé prematuramente.

Estos delitos más bien austeros tenían como propósito denunciar no solo a esta mujer transgresora, sino también la posibilidad de que el fruto de su pecado fuese un vampiro, ya que ambas cosas; el amor en una fecha prohibida y el destete prematuro de un infante, se incluyen en una larga lista de causas por las que alguien puede convertirse en vampiro.

Otro caso extraño de transformación involucra a una mujer de Rumania, que, según una crónica del siglo XII, no había consumido suficiente sal durante el embarazo, gestando de este modo a un vampiro particularmente desagradable.

Recordemos que la sal era considerada un arma notablemente eficaz contra el demonio, y, en consecuencia, contra cualquiera de sus esbirros terrenales, entre ellos, los vampiros.

Concepciones cronológicamente inoportunas, destetes prematuros, ausencia de sal en la dieta gestacional... las formas de convertirse en vampiro son, como decíamos... demasiadas.

Autor del artículo: Aelfwine para elespejogotico.blogspot.com.ar

martes, 25 de agosto de 2015

Sobre el horror cósmico - Artículos



El cine y la literatura de horror se basan en el miedo a lo desconocido. De hecho, casi cualquier tipo de narración, sea del género que sea, se apoya en que alguien (ya sea el lector o los personajes) desconoce algo, y el objeto de avanzar en la historia es descubrir qué es ese algo.

En los géneros afines al terror ese algo desconocido da miedo. Porque puede hacernos daño, porque puede condenarnos a sufrires indescriptibles, porque ese algo que desconocemos es diferente a nosotros (esa es la esencia de los monstruos de todo género y condición) o, vaya, simplemente porque ese algo desconocido es tan desconocido, tan ajeno a lo que somos, que sin saber cómo ni por qué nos da miedo.

La narraciones terroríficas siempre han explotado ese desconocimiento: ¿Por qué se oyen pasos en el piso de arriba si no hay nadie? ¿Qué intenciones tiene este caballero victoriano y por qué tiene colmillos? ¿Qué pasa si alguien revive a un monstruo hecho con cadáveres cosidos? ¿Hay vida después de la muerte? Y solo un subgénero de la literatura terrorífica, el horror cósmico, se atreve a ir hasta el fondo de la cuestión: ¿podemos tener miedo de algo que desconocemos por completo y que ni siquiera somos capaces de comprender? ¿Dónde está el límite del terror?

Miedo a lo insondable




Lo curioso del horror cósmico es que, aunque hay unos indiscutibles tropos argumentales que se van repitiendo en las historias que forman parte del género, lo que une a todas ellas (porque las hay con ambientación de época, modernas, de ciencia-ficción, más orientadas al terror puro y visceral, más abstractas, más atmosféricas) es un mensaje general de desolación (como refiere este tipo de historias) cósmica.

Los humanos nos damos demasiados humos, somos una insignificancia comparados con la inmensidad del universo y lo arbitraria de la existencia. Y si ese vacío metafísico no es suficiente para empezar a boquear de pánico, no quieras saber qué acecha en los pliegues de la realidad: seres más viejos que el tiempo, horrores carentes de moral para quienes no somos más que hormigas. Ellos tienen una lupa y hace un día soleado, para entendernos hablando metafóricamente.

Los relatos de horror cósmico tienen un monstruo, como es habitual en el género, pero a menudo son los más complicados de calificar como tales, ya que no desean activamente ningún mal a la especie humana. No nos quieren ni como alimento ni como objeto de demostración de poder, ya que somos una brizna de hierba que se debate inútilmente contra el poderoso viento del norte.

Acaso ¿sabe el viento que está haciéndonoslas pasar canutas? No, ni le importa. Pero no por indolencia, crueldad o mera personalidad monstruosa. Es que la escala de varias galaxias de diferencia entre el monstruo y el ser humano no tiene punto de comparación, quizás el villano de una historia de horror cósmico se prolonga en el tiempo y el espacio mucho más lejos y mucho más eones de lo que somos capaces de imaginar. Que no es que sea malo ni lo dibujaron así, es que el Bien y el Mal están muy alejados de su escala de valores.

¿Y cómo podemos reaccionar a todo ello? La respuesta es: volviéndonos locos. El horror cósmico es tan nihilista que a menudo no ofrece salida digna a los débiles humanos, ni siquiera la posibilidad de morir aterrados bajo las zarpas de una monstruosidad colosal, temblando ante un rugido selvático o unos colmillos afilados. Lo único que podemos decir es “hasta aquí hemos llegado, sensatez”, y perder el juicio. No es solo que no podamos entender a los monstruos del horror cósmico (todo monstruo tiene algo de inaprehensible, de un modo u otro), es que solo atisbarlos con el rabillo del ojo, intuir su presencia es garantía de babilla colgando, camisa de fuerza y embudo en la testa.

De hecho, relacionado en parte con esa incapacidad para entender está la incapacidad para explicar. Los protagonistas humanos del horror cósmico no son capaces de encontrar las palabras para describir a qué se enfrentan, y algo de ese trabarse se transmite incluso al narrador si el relato no está en primera persona. Ningún testigo del monstruo puede ni empezar a explicar en qué consiste la amenaza: ¿grande, colosal, poderoso, devastador, invisible? No puede saberse. No puedes ni intentarlo. Y si lo intentas, enloqueces, en una especie de cinta de Moebius de la demencia.

Se buscan responsables




Resulta significativo acerca de las propiedades mutantes e impredecibles del género que uno de los indiscutibles creadores de la literatura de terror moderna, H.P. Lovecraft (el otro es Edgar Allan Poe, obviamente), sea el paradigma de una variante tan esquiva e inclasificable de la narrativa de miedo.

Pero hablar de horror cósmico es hablar, sin duda, de H.P. Lovecraft, y hablar de su obra es hacerlo de su vida, que también tiene algo de vacío existencial en versión doméstica: solitario, retraído, conservador, y dueño sin embargo de un sentido del humor oscuro y punzante y muy amigo de sus amigos y compañeros de pluma, resulta tan fascinante leer sobre la biografía de Lovecraft que leer sus propias obras.

Para ello, y como aquí no nos vamos a empantanar, recomendamos un par de libros tan divergentes como esenciales: "Lovecraft: Una biografía" de Sprague de Camp, exhaustivo y analítico hasta la asfixia -analiza buena parte de las mil quinientas cartas que se cree que intercambió Lovecraft con múltiples corresponsales, y de las que solo ha sobrevivido una quinta parte-, y "Contra el mundo, contra la vida" de Michel Houellebecq, derivativo, parcial, y ensayo personal sobre su vida y obra.

De ambos libros el lector saldrá con una imagen de Lovecraft muy definida: el del autor no excesivamente prolífico, muy perfeccionista, que desearía haber nacido unas décadas antes, en tiempos más clásicos y clasistas. Por contra, vivió una existencia quebradiza y solitaria, malvivió como corrector de otros autores y solo fue reivindicado después de su muerte, ya que en vida publicó todos sus textos en las muy poco respetadas revistas literarias pulp.

Es complicado determinar hasta qué punto su vida y sus ideas (algunas muy, muy complicadas de defender hoy día... cosa que, por otro lado no estamos obligados a hacer, que aquí hemos venido a hablar de libros) empaparon sus ficciones de horror cósmico.

Por ejemplo, su racismo galopante, que en realidad podría leerse como un mucho más abstracto miedo a lo desconocido, constante en el género del horror cósmico. El racismo de Lovecraft era ingenuo y no se basaba en cuestiones genéticas (aunque bien que le gustaba decir que muchas de las criaturas más repulsivas de sus relatos eran razas inferiores), sino que era más bien un mero clasismo venido a más y heredado de su infancia acomodada, ya que en sus años de madurez pasó auténticas penurias económicas.

Por tanto, Lovecraft no es tanto racista como un sujeto al que le gusta estar en su casa rodeado de libros y gatos, y no permite injerencias externas: cuando en los relatos de horror cósmico surge algo dispuesto a romper el statu quo humano, nunca es bueno, nunca significa mejora y ciencia, sino más bien horror, incomprensión y destrucción de todo lo que hemos conseguido.

Lovecraft contemplaba la Revolución Industrial como un maremágnum de monstruosidades inhumanas, no como una puerta al progreso. Y cuando en una historia de horror cósmico aparecen científicos y exploradores del conocimiento (que abundan hasta el punto de ser un tópico del género), todo lo que descubren nos revela como microbios en el plan general del cosmos o abren la puerta a realidades que no estamos preparados para conocer.

"Hasta el infinito y más allá" es un lema que da miedo


La obra de Lovecraft se puede recoger en apenas un par de volúmenes (recomendamos, la edición integral que editó Valdemar), y dentro de ella no todos los relatos entran en la categoría de horror cósmico. El más identificable como perteneciente al género es, quizás, "En las montañas de la locura": los grandes temas del horror cósmico están aquí reunidos de forma impecable, con la historia de una expedición a la Antártida que descubre unas ruinas construidas por una civilización antiquísima y que calibra las posibilidades de que haya demasiadas cosas que no conocemos.

Te suena "Alien: el Octavo Pasajero" y "La Cosa" porque son dos de los hitos del terror influenciados por este clásico. Otro relato lovecraftniano cósmicamente horrible es el mítico "La llamada de Cthulhu", en el que despierta el gran Cthulhu, el más pop de todos los mitos del género. Y con ello, la gente empieza a soñar disparates y a hacerse cargo de que el universo es demasiado grande.

Junto a ellos, Lovecraft escribió multitud de relatos que pueden considerarse pertenecientes a un canon más o menos estricto de horror cósmico: unos son relatos de terror clásico, cercanos a Poe, pero con un giro hacia lo inexplicable, lo nihilista o lo demencial; otros son relatos de ciencia-ficción en los que el monstruo es un Concepto Cósmico Incomprensible; otros son ensoñaciones a lo Lord Dunsany, pero con traca en forma de Coloso De Los Eones al final.

Tienen elementos de horror cósmico así, entre otros, cuentos como "El caso de Charles Dexter Ward", "El horror de Dunwich", "El color que vino del espacio", "En la noche de los tiempos", "La sombra sobre Innsmouth", "El que susurra en la oscuridad", "Dagon" y todo su ciclo de relatos oníricos y viajes extracorpóreos por realidades que, bueno, mejor dejarlas reposar no vayamos a despertar algo.

No debe confundirse la literatura de horror cósmico con lo que se conocen como "Los Mitos de Cthulhu". No todo el subgénero pertenece a los Mitos que creó Lovecraft en vida y amplió su discípulo y amigo August Derleth tras la muerte del autor primigenio... ni tampoco todos los Mitos de Cthulhu son horror cósmico. La mitología de estos se ha ampliado en tantas y diversas direcciones genéricas que han tocado todas las teclas y han hecho incursiones en todos los géneros. El primer acercamiento de Lovecraft a los mitos fue de forma desordenada y sin ánimo de crear una ficción coherente, pero apuntando muchas de las características del horror cósmico que hemos señalado.

Cuando Derleth prolongó los mitos convirtió a los dioses lovecrafnianos en partícipes de una antiquísima batalla entre el Bien y el Mal (muy estructurada además, con las respectivas deidades agrupándose según aquel de los cuatro elementos que les resultara más afín). Derleth partió de ciertos esquemas que, sin duda, habían sido apuntados por Lovecraft en relatos como En las montañas de la locura y, cómo no, en la abundante correspondencia privada que Lovecraft facturó sobre sus inquietantes creaciones. El resultado es una batalla entre titanes ciertamente fascinante, pero despojada del tremendo nihilismo, de la mirada al abismo que caracterizó a Lovecraft y que muy pocos de sus discípulos (algunos de ellos autores de género valiosísimos) fueron capaces de igualar.

Prepárate para descubrir lo que somos: nada

Pocos subgéneros literarios (muchos menos los poco afines a la ya desgastada y vetusta “alta cultura”) han generado una corriente filosófica propia, pero en el caso del horror cósmico vale la pena mencionar (con todas las precauciones del mundo: el propio Lovecraft era el primero que se tomaba muy en serio sus relatos y muy a chufla sus criaturas) el cosmicismo.

Se trata de una especie de suave nihilismo intergaláctico que deja al hombre y su voluntad de superación en el justo lugar que le corresponde en el Gran Esquema De Las Cosas Universal: ninguno. Somos microorganismos insignificantes que en cualquier momento podríamos ser borrados de nuestro estúpido planeta y ninguna consciencia de valor significativo en el cosmos se daría cuenta, como motas de polvo estelar que somos.

Nuestros dioses son poca cosa en la visión cosmicista (“ficciones victorianas”, decía Lovecraft) y ya corresponde a cada cual, según sea más lovecraftniano o derlethista, decidir qué papel juegan los mitos cthulhunianos en todo esto.

¿Parece nihilista? Bueno, el cosmicismo se adueña del malvado sentido del humor de Lovecraft ya que en cierto sentido resulta más negro y desesperanzado que el nihilismo. Donde los nihilistas afirman que nada tiene sentido, el cosmicismo dice que nuestros actos, nuestras vidas, nuestras existencias tienen el sentido que nosotros queramos darle, lo que no tienen es importancia.

Puro pensamiento post-industrial. El horror cósmico se revela así como la contraposición descreída del terror literario clásico, de aquel gótico tan lleno de humanidad, donde hasta los monstruos tenían rasgos que los acercaban a nosotros y, por tanto, estaban dotados de significado.

Lovecraft borró todo eso de un plumazo. Solo dejó vacío estelar y, si acaso, una cruel risotada en el otro extremo del cosmos. Ingenuos, futiles, estúpidos terrestres...

Autor del artículo: John Tones Colaborador en Xataka.com

miércoles, 19 de agosto de 2015

Día de pesca - Historias de terror



El hombre se removía nervioso sobre su bote. En toda la mañana, apenas había "pescado" una zapatilla cubierta de barro, que había quedado enganchada a los anzuelos. Maldijo en voz alta y la arrojó al agua. El calor había comenzado a apretar y tuvo que mover el bote hacia la ribera izquierda, para que los sauces lo reconfortaran con su sombra.

Una hora después el anzuelo volvió a engancharse en el fondo. No podía creer en su mala suerte. Accionó el reel con cuidado, para que no se le cortara el hilo. Lo que salió a la superficie, chorreando de lodo, lo dejó estupefacto: era la zapatilla. ¿Cómo podía ser? Quizás la correntada… Pero no, imposible. Demasiadas coincidencias. Dio vuelta la suela podrida, para examinarla. Se le ocurrió que quizás no se trataba del mismo calzado, sino de otro. Quizás éste sea el par, pensó algo divertido. Pero perdió la sonrisa cuando vio la marca en relieve: era Nike, la misma que él usaba.

Miró a su alrededor, pensando en alguna broma de sus camaradas, que eran muy dados a esta clase de chistes. Pero en aquella parte del río la soledad era su única compañía. Una leve y calurosa brisa estremecía los árboles de la orilla. El río lamía el bote y le arrancaba unos ruidos como de succión. Sintiendo un escalofrío, el hombre arrojó la zapatilla lo más lejos que pudo y luego se santiguó. El asunto no le gustaba para nada, tenía un mal presentimiento. Volvió a tirar los anzuelos, aunque ahora se cuidó muy bien de hacerlo en la dirección contraria donde había ido a parar la zapatilla.

No pasaron muchos minutos hasta que el sedal volvió a hundirse. El hombre giró el reel muy lentamente, esperando lo peor. Esta vez se trataba de un pantalón corto, corroído por las aguas: exactamente como el que tenía puesto. El mismo corte de la tela, el mismo color, aunque el pantalón que había sacado del río estaba desvaído y lleno de caracoles. Devolvió el pantalón a las aguas y remó lo más lejos que pudo, sin parar, hasta que sintió que los brazos se le acalambraban. Recién entonces se detuvo. El silencio del río, roto por su respiración agitada, le causó una honda conmoción y el hombre decidió que dejaría de pescar, al menos por ese día. Comenzó a retirar las líneas de pesca, que en el apuro había dejado en el agua, y entonces reparó en que dos de ellas estaban enganchadas. Levantó una, al azar. Era una remera, con un dibujo de una luna roja en la pechera, como la que llevaba ahora. “Ya saqué del río todas mis ropas”, pensó entonces. “Ahora sólo falta una cosa”.

La otra línea parecía mucho más pesada.

-No- dijo el hombre, embargado por el terror.

Comenzó a remar hacia la orilla. No pensaba sacar la última línea. En cuanto llegara al otro lado la cortaría con la pinza. Pero en el camino el bote comenzó a zozobrar, presa de un agujero en el fondo, y el hombre tuvo que arrojarse al agua. De inmediato sintió que algo lo aferraba de un pie y lo hundía hacia las profundidades marrones.

Unas horas después, unos chicos que pasaban por el lugar encontraron el bote semihundido y lo atrajeron hacia la orilla. Había una línea de pesca enganchada al costado del bote, y uno de los chicos la levantó. Se encontraron con el hombre desnudo, ahogado, blanco; el anzuelo estaba clavado en su labio inferior y lo había desgarrado.

FIN

Autor: Mauro Croche

martes, 11 de agosto de 2015

Te Dije Que No los Invitaras - Historias de terror



1

La mujer le había advertido, se había cansado de advertirle: por favor no invites a los Levin. Pero Medina se negó, aduciendo que Facundo Levin era un viejo compañero de trabajo, al que no podía dejar de invitar para la fiesta de su cumpleaños. “Se llevan muy mal, se la pasan discutiendo; la otra vez, Cintia Cardozo dijo que estaban a punto de divorciarse”, insistió la mujer. A lo que el hombre replicó, ya malhumorado: “¿Y quién carajo es Cintia Cardozo?”. La mujer, replegándose ofendida, se encogió de hombros y dijo: “Haz lo que quieras. Total, es tu fiesta. Pero después no digas que no te avisé: nos harán pasar un mal rato”.

Y el vaticinio de la mujer, al menos durante las primeras horas de la reunión, no pareció cumplirse. Los Levin se comportaron como un matrimonio normal y corriente, cierto que sin excesivas muestras de cariño, pensaba Medina mirando de soslayo a su mujer, ¿qué matrimonio de más de diez años se demuestra el cariño en público, ya no digamos en el ambiente íntimo?

De hecho, el matrimonio Levin fue el que estuvo más achispado durante la cena, contando chistes e intercambiando anécdotas con los demás invitados, que parecían encantados con su presencia. Y a eso de las once de la noche, luego del brindis de honor por el cumpleañero, los Levin entrechocaron sus copas y se dieron un beso cargado de ternura y complicidad. Medina, que observaba disimuladamente la escena, escudado detrás de unas botellas de vino espumoso, tocó por debajo de la mesa la pierna de su mujer y le arqueó las cejas, sonriente: “¿Viste que te dije?”.

Ambos estuvieron de acuerdo, tiempo después, en que la fiesta debió haber concluido allí. Hasta ese momento había sido perfecta. Ni siquiera Pablo Vivas, otro compañero de trabajo del cumpleañero, que solía propasarse con la bebida durante los agasajos, llevó a cabo su acostumbrado y patético show, al cual la mujer de Medina, no sin cierta amargura, denominaba: “El baile triste del mono borracho”. Pero entonces los invitados decidieron realizar un nuevo brindis, esta vez en el living, y los sillones y los puff fueron ocupados por siete adultos ligeramente bebidos, que parecieron sentirse muy a gusto allí. Se sirvieron los postres; el más festejado fue el de la señora Levin, que había traído un mouse de chocolate del cual sólo quedaron migajas. Pablo Vivas se tendió cuan largo era en el sillón de tres cuerpos y pareció cerrar los ojos, mientras que los demás charlaban animadamente entre sí. Y entonces fue que sucedió. Ni Medina ni su mujer se pusieron de acuerdo, tiempo más tarde, en cuál fue el factor desencadenante, aunque la mujer creyó ver que la copa del señor Levin se volcaba, en forma accidental, sobre el deslumbrante vestido de su señora. Para sorpresa de todos, la reacción de la mujer fue instantánea, furiosa, explosiva. Comenzó a insultar a su marido, a decirle que era un torpe, un inútil, un cobarde. Los demás se quedaron de piedra. Incluso Pablo Vivas abrió un poco sus ojos enrojecidos y quedó a la expectativa de lo que sucedería a continuación. El señor Levin estaba pálido y miraba al cumpleañero con una incómoda sonrisa de disculpa, mientras aguantaba el interminable e incomprensible vendaval de insultos de su mujer. Medina trató de intervenir, de apaciguar los ánimos de la señora Levin, pero su compañero de trabajo se lo impidió, poniéndole un brazo sobre el pecho. “Borracho, maricón, te engañé muchas veces con el carnicero y nunca te diste cuenta”, seguía gritando la mujer, totalmente fuera de sí. La cosa parecía haber tocado fondo y daba la impresión de que no tendría suficiente espacio para empeorar. Pero entonces sucedió lo increíble, lo que hizo que todos en el living soltaran un suspiro de espanto: la mujer de Levin se subió la falda de su vestido y se agachó sobre la alfombra, luego su cara se puso roja y deformada, comenzó a emitir horribles gemidos de dolor o de angustia, y al cabo de un rato, un charco de orina manchó el tapiz de poliéster del living. La mujer volvió a bajarse el vestido y luego, para repulsión de los presentes, se mojó la mano con su propia pis y la pasó sobre la cara de su marido. Luego, simplemente, pareció desvanecerse sobre la alfombra, a escasos centímetros de los desechos naturales que acababa de expulsar.

Le siguió a esto un silencio de muerte, que nadie se atrevió a interrumpir. El rostro de Levin chorreaba de aquel liquido desagradable. Estaba empapado en ellos desde la coronilla de la cabeza hasta la barbita encanecida que en forma de triángulo crecía debajo de su labio inferior. En eso, la señora Levin había sido muy efectiva. El pobre hombre sacó un pañuelo de tela de su bolsillo y, con gestos admirablemente calmos, comenzó a limpiarse el rostro.

—Pido perdón a todos los presentes por la desagradable escena de la que fueron testigos— dijo al cabo de un rato, mientras se limpiaba las gafas llenas de orina con el faldón de su camisa. Vio que varios de los invitados, venciendo la parálisis general, se acercaban a la señora Levin y trataban de reanimarla, entonces alzó una mano y dijo:

— Por favor, no se acerquen. Mi mujer ya se recuperará. No es la primera vez que sucede.

—Pero, Facundo, debemos llamar a un médico…— intervino, casi al borde también del desmayo, un temblequeante Medina—. Tu mujer… estoy seguro que necesita ayuda…

—Y estás en lo cierto, mi querido compañero, sólo que no del tipo que tú crees. De hecho, actualmente está bajo un riguroso tratamiento, del cual gracias a Dios está saliendo poco a poco, aunque, como verán, de vez en cuando tiene algunas recaídas.

—¿Recaídas?— repitió la señora Medina, quien miraba, alternadamente, entre la mujer desmayada y el charco de pis que manchaban su alfombra—. ¿Qué clase de enfermedad tiene, por Dios?

—No es una enfermedad. Al menos, no una enfermedad física. Sino más bien… espiritual.

—¿Está… loca?

El señor Levin negó con la cabeza. Había terminado de limpiarse los anteojos y se los había vuelto a colocar, en un gesto que daba a indicar que estaba acostumbrado a ese tipo de cosas.

—Está poseída. Por un demonio— dijo.

El silencio que cayó en la sala pareció llenar el aire de la noche. Miraron con cautela al señor Levin, y luego a su señora, quien había comenzado a murmurar en sueños. Y luego de nuevo al señor Levin, quien sin más preámbulos contó lo siguiente:

—La primera vez que sucedió, estábamos cenando en el porche. Fue el verano pasado. Estábamos hablando de tonterías, de los chicos que crecían muy rápido, de los hechos de ese día, cuando de repente mi mujer torció la cabeza y dijo: “Siento mucho frío, Facundo. ¿Por favor, podrías cerrar la puerta?”. Eso me asustó bastante, porque estábamos en el porche y por lo tanto allí no hay ninguna puerta. Digo que me asustó porque mi mujer tiene familiares con antecedentes de Alzheimer, y lo primero que pensé fue que esa temible enfermedad se estaba manifestando, por primera vez, en el cerebro de mi mujer. Le puse mi chaleco sobre la espalda y le dije que era mejor que entrásemos, porque efectivamente, había refrescado bastante pese a que todavía estábamos en verano. Mi mujer asintió y yo la acompañé hasta la cama, donde pareció caer en un sueño profundo de inmediato. Yo me quedé un rato en el comedor, viendo la tele, aunque por supuesto, sólo pensaba en lo que acababa de suceder y si me preguntasen qué fue lo que transmitieron en la vieja caja boba, no sabría qué responder. A eso de las once comencé a sentir sueño, apagué las luces y me fui a la cama. Creo que me dormí unos minutos, porque al cabo de un tiempo me desperté desorientado y con un frío intenso. Supongo que, en sueños, había abrazado a mi mujer, porque era esa posición en la que me encontraba cuando abrí los ojos. Había oscuridad, apenas un resplandor amarillento entraba por la ventana cerrada, pero eso no impidió que me diera cuenta del frío que provenía desde el mismo cuerpo de mi mujer.

Tanteé su cabeza para verificar su temperatura, como se hace cuando uno tiene fiebre. De repente tenía la horrible certeza de que mi mujer había muerto mientras dormía, y yo estaba abrazando un cadáver. Pero, en vez de palpar la tersa piel de su frente, que yo conocía tan bien, me encontré acariciando una extraña superficie arrugada, como repleta de escamas, que estaba tan fría como la noche misma. Bajé la mano en dirección a su rostro, y la superficie seguía ahí, aunque había algunas protuberancias inexplicables en el lugar de su nariz. Creo que di un grito y me volteé para encender la lámpara del velador, aunque en un principio no la encontré. Debía estar allí, pero sólo podía palpar las sábanas de la cama, que parecían extenderse por varios metros a mi derecha. Por supuesto que era imposible: si bien nuestra cama tiene el tamaño del kingsize, no es tan ancha como para que no pueda llegar al velador extendiendo un poco el brazo. Sin embargo, sólo seguía tocando las sábanas, y créanme que aquellos segundos fueron los más largos de mi vida, buscando frenéticamente la perilla de la luz en la oscuridad, con mi mujer a mi lado que aparentemente se había convertido, a juzgar por lo que había percibido con el tacto, en un horroroso lagarto. Pero luego, luego de varios y desesperados intentos, lo conseguí. Conseguí encender la luz. Y me di vuelta para ver a mi mujer, preparándome para lo peor, pero sólo vi su rostro de siempre dormido en un profundo sueño.

“Supongo que debí convencerme de que todo había sido una pesadilla, uno de esos sueños lúcidos que la gente de vez en cuando tiene durante la noche, y que en cierta medida explican los mitos del súcubo y cosas así. Porque lo cierto fue que al día siguiente casi lo había olvidado. Seguí con mi vida de siempre y mi mujer no volvió a tener otro de esos extraños episodios en su memoria, al menos al principio. Pero, al cabo de un mes, la cosa volvió a repetirse. Fue algo similar, sólo que esta vez estábamos desayunando con nuestros hijos. Y de repente mi mujer comenzó a convulsionar y dijo cosas terribles, tan o más terribles como las que ustedes acaban de escuchar. La llevamos a la clínica y le diagnosticaron un leve ataque psicótico, aunque yo para ese entonces había comenzado a sospechar que el asunto era más grave de lo que podía suponerse a simple vista.

“No aburriré o espantaré a mis oyentes sobre los pavorosos sucesos que vivimos durante las siguientes semanas, y que desembocaron en un exorcismo por parte de la Iglesia Católica, que llevamos a cabo en una capilla en las afueras de la ciudad. Pero baste decir que, antes de que el Mal afectara el cuerpo y la mente de mi mujer, yo era un tipo de creencias agnósticas, que dudaba de la existencia de un Dios aunque tenía la esperanza de hallarlo cara a cara alguna vez. En lugar de eso, me encontré con el Diablo, aunque en definitiva terminó causando el mismo efecto, porque ahora creo profundamente en las fuerzas extraterrenales, voy todos los domingos a misa y nunca salgo sin mi cruz colgada al cuello, regalo de uno de los sacerdotes que atendieron a mi mujer”.

El señor Levin abrió los botones de la parte superior de su camisa y mostró, a los demudados presentes, la cruz de madera que colgaba de su cuello. Luego señaló a su mujer, que daba indicios de despertarse, y agregó:

—De vez en cuando tiene estas recaídas, estos… digamos, retrocesos en su posesión, pero los curas me advirtieron que sucedería algo así.

Cuando un enviado del mal se posesiona en un cuerpo, hace lo posible por permanecer en él, e incluso regresa varias veces luego de la expulsión, porque ya no tiene más fuerzas para conquistar un alma nueva. Reitero mis disculpas, y sepan ustedes comprender la situación en la cual me encuentro. Apenas mi mujer se termine de recuperar, nos iremos de aquí y los dejaremos en paz. Lo único que pido es una cosa: actúen con normalidad, no la miren de forma rara, porque ella generalmente no recuerda nada de estos episodios, y es mejor que la cosa siga así.

Fue, por supuesto, una petición muy difícil de cumplir. En cuanto la mujer de Levin terminó de despertar, mostrando sus ojos perdidos e inyectados en sangre, ninguno de los demás presentes pudo dejar de expresar una mueca de temor o incomodidad, al tiempo que retrocedían uno o dos pasos.

—Querida, ¿estás bien?— le dijo su marido, arrodillándose frente a ella—. ¿Estás…

Y entonces la mujer de Levin comenzó a reír. Fue una risa amarga, malévola, que pareció surgir desde las mismas entrañas de la mujer.

Medina lanzó una exclamación ahogada y comenzó a santiguarse. Su mujer parecía tan pálida como las cortinas que decoraban los vitrales a sus espaldas. El señor Levin extendió una mano hacia su señora, y ésta, imposiblemente rápida, giró la cabeza y le lanzó una dentellada como si fuese un perro. El señor Levin se echó hacia atrás y tropezó con la mesita ratona ubicada en el centro del living. Sus ojos se abrieron con desmesura, como si comenzara a comprender. Sin embargo, tal vez aferrándose a una última y esperanzadora posibilidad, insistió con la pregunta:

—¿Qué tienes, querida? ¿Estás bien? ¿Por qué ríes así?

La mujer extendió un dedo hacia la bandeja de los postres, ubicada sobre la mesita ratona. Y sin dejar de lanzar esas siniestras y roncas risitas, murmuró:

— Preparé el pastel esta misma tarde, y agregué el ingrediente especial después de visitar el inodoro. Acaban de comer una dosis de mi propia mierda, estúpidos. Y ninguno de ustedes se dio cuenta. Se lo comieron todo. Se lo comieron hasta las últimas migaaajaaasss…

Luego, comenzó a convulsionar y a retorcerse como una serpiente, mientras los demás contenían las náuseas y las ganas de gritar. La señora Medina se desmayó. Pablo Vivas echó lo que había comido en las últimas horas sobre la ya vapuleada alfombra. El señor Levin se desesperó:

—¡No crean lo que dice! ¡Es todo mentira, obra del demonio! ¡Ella nunca dice la verdad!— cuando vio que nadie le prestaba atención sacó su celular y buscó un número en la agenda de contactos. Se lo llevó a la oreja, mientras su mujer comenzaba a emitir extraños gemidos ahogados, como si una mano invisible apretara su cuello—. ¿Padre? Perdone la hora, Padre, pero tengo una emergencia. Mi mujer… ella está muy mal. No logra volver en sí. ¿Podría atenderla de inmediato? Estoy en la casa de un amigo. La dirección es… —miró a Medina, inquisitivo, quien sin dejar de observar espantado a la señora Levin se la dijo—. Urquiza 343. Sí. Estaré esperándolo. Un millón de gracias, Padre…

2

La reunión terminó horas después que se fueran los Levin. Un sacerdote, acompañado por dos monjas jóvenes que parecían al borde del pánico, sujetó a la mujer de Levin con un brazo firme y se la llevó a la camioneta en la cual había llegado. Un envejecido Levin les seguía, con la mirada vidriosa y perdida. A último momento, antes de trasponer el umbral, giró la cabeza hacia Medina y murmuró:

—Perdón por todo esto. Lo siento. Yo…

Entonces el sacerdote lo llamó, y Levin se perdió en la negrura de la noche.

Los restantes invitados se quedaron charlando de lo que había ocurrido, y de vez en cuando, por algún motivo, miraban hacia las ventanas que daban al exterior, donde una cerrada oscuridad parecía acecharlos. Entre todos habían retirado la alfombra del living, que ahora descansaba, enrollada como un canapé, sobre el césped del jardín trasero. Algunos de los presentes se manifestaron escépticos de lo que habían visto, sobre todo del relato de Levin, pero tanto el cumpleañero como la mujer creían que el episodio podía afectar sus vidas de una manera dramática.

—A veces el diablo se queda en una casa y ya no quiere salir— decía la mujer, frotándose continuamente la piel de gallina que se le formaba en sus brazos—. Yo sólo espero que…

—Mañana llamaremos a un sacerdote. Para que bendiga la casa. Jesús, espero que no pase nada malo. Yo voy a misa siempre que puedo, y tengo un crucifijo colgado sobre la cama, pero…

—¿Y lo de la mierda en la torta? ¿Será cierto lo que dijo la mujer?

Los demás desviaron la mirada, incómodos y asqueados. Era evidente que no querían volver a escuchar del tema nunca más.

—¿Y lo del carnicero?— insistió la señora Medina—. ¿De verdad lo habrá engañado con el carnicero?

—Levin lo dijo bien claro— intercedió Medina, de repente furioso—. Es obra del diablo, que siempre dice mentiras para corrompernos. ¿Acaso nunca has leído la Biblia? ¿Acaso no sabes que…

—Te dije que no invitaras a los Levin. Te lo dije.

—Nunca pensé que podría ocurrir algo así. Y Levin… mi pobre compañero Levin…

—Te lo dije, pero no me hiciste caso. Te advertí que iban a arruinar la fiesta. Y mi alfombra…

Siguieron discutiendo durante un momento más, mientras los restantes invitados se marchaban de la casa en silencio.

—Te dije que no los invitaras— fue una de las últimas palabras que dijo la mujer, ya en la cama, momentos antes de dormirse—. Y ahora yo tengo un miedo horrible. No podré dormir. Si llego a escuchar algo…

Sin embargo, tanto la mujer como el marido se durmieron enseguida, rendidos ante la influencia del alcohol y el miedo ya apaciguado. Y no volvieron a saber de los Levin hasta que, cuatro días después, Medina recibió el llamado de Pablito Vivas, quien con voz ansiosa dijo: “¿Se enteraron de lo que pasó?”. Medina dijo que no, que no sabía, al tiempo que su mirada se dirigía, automáticamente, a uno de los quince crucifijos que su mujer había comprado en los últimos días, y que había colgado en diferentes lugares de la casa.

Y entonces Pablito, quien arrastraba las sílabas como si estuviera, cómo no, pasado con la bebida, contó que esa mañana, a eso de las diez, Facundo Levin había ingresado con un machete a la carnicería “El Bagual”, gritando como un loco y empujando a los clientes que hacían la fila, hasta llegar al mostrador donde atendía el dueño, un joven apuesto y de mirada chispeante.

Y entonces, de un solo y certero golpe —y sin que mediara palabra de por medio— había cortado la cabeza del carnicero.

FIN

Autor: Mauro Croche (http://www.666cuentosdeterror.com/)

Modificaciones: Esteban Castillo (Administrador de Oscuridad Oculta)

miércoles, 5 de agosto de 2015

El Hospital abandonado de Morelia - Lugares embrujados - Articulos



Esta leyenda tiene origen en un hospital de Morelia, Michoacán en México. Es un hospital que actualmente esta abandonado, sin embargo en las profundidades de sus pasillos, salas y cuartos se puede percibir actividad: innumerables apariciones y presencias sobrenaturales, aunque son muy pocos los afortunados, o debemos decir desafortunados, que han vivido en carne propia tales siniestros, especialmente el vigilante del edificio quien es el que sabe con certeza las cosas extrañas que suceden dentro del hospital cuando prácticamente no hay ninguna persona rondando en el interior.

Se dice que en el cuarto de operaciones del hospital, mejor conocido como quirófano, se aparece todas las noches un hombre que inexplicablemente traspasa las paredes y en contadas ocasiones se escuchan gritos desgarradores, los cuales se creé son provenientes de esa alma en pena que aún no descansa.

En la morgue, donde trasladan los cuerpos que lamentablemente habían fallecido, se escuchan frecuentemente ruidos raros, sonidos de vidrios rotos y un rechinido de las puertas como si las estuvieran abriendo y cerrando. Por si fuera poco al pasar por ese recinto se experimenta una sensación horripilante como si alguien estuviera vigilando todo el tiempo desde las sombras.

En la planta asignada a terapia intensiva que esta en el octavo piso del hospital, los testigos que se han percatado de esta presencia cuentan que por las noches se manifiesta una mujer con una bata blanca, que camina por los pasillos en absoluto silencio, dejando a su paso manchas de sangre en el piso y las paredes que luego de un tiempo se borran para no dejar rastro alguno.

El vigilante del edificio cuenta que aquella extraña mujer, tiene un historial de miedo, le hicieron un trasplante de riñón pero lamentablemente el órgano no funciono como debía y al ver las pocas esperanzas que le quedaban de vida, decidió optar por el suicidio aventándose desde una ventana del octavo piso.

Historias para no creer, pero quien sabe?... La oscuridad esconde muchas cosas que varios de ustedes queridos lectores ni se imaginan.

lunes, 3 de agosto de 2015

"Nunca Ayudes a un Desconocido" - Historias de terror - Leyendas urbanas



La Segunda Guerra Mundial había acabado, pero el daño que habían causado los alemanes durante la ocupación y sobre todo durante su repliegue tras perder la Batalla de Normandía había dejado al pueblo francés en la más absoluta miseria. Con muchos de sus cultivos incendiados y sin casi ganadería, comer se había convertido en un privilegio al que sólo unos pocos podían aspirar.

En medio de este caos acceder a un trozo de carne o un huevo era casi imposible y sólo en el mercado negro se podía conseguir un alimento fresco que llevarse a la boca. Por supuesto sus desmesurados precios eran controlados por un grupo de gente sin escrúpulos que eran capaces de ver morir de hambre a sus compatriotas con tal de aumentar su fortuna. No es por eso extraño que se pagaran relojes de oro, joyas heredadas generación tras generación u obras de arte por un simple mendrugo de pan.

Monique, la protagonista de esta historia, no era ajena a la situación. Durante la ocupación se había visto obligada a “ofrecer” sus encantos femeninos a los soldados alemanes para poder comer. Por este motivo entre una multitud de gente casi famélica, por un hambre prolongada durante meses (si no años), Monique destacaba por su lozanía y por tener algún kilito de mas, algo totalmente inusual y que la hacía verse más atractiva que la mayoría de las mujeres de su edad. Monique sabía que esa era su mejor arma para seguir consiguiendo comida, pero la situación se había vuelto tan tensa que ya nadie parecía requerir sus “servicios”, preferían comer, que su compañía.

Un poco angustiada por el hambre, que por primera vez empezaba a sufrir desde que comenzó el conflicto, recorría el mercado buscando alguien a quien poder “convencer” para que le diera una pieza de fruta o un trozo de pan. Algo de carne era algo impensable ya que el único puesto que aún la despachaba tenía unos precios prohibitivos y sus distribuidores parecían inmunes a sus encantos. Mientras miraba con la boca hecha agua como fileteaban un trozo de carne para un señor que había ofrecido como pago un collar de oro un viejecito cayó casi a sus pies.

La turba de gente que se agolpaba junto al puesto de carne había empujado al anciano, quien había recibido un fuerte golpe en la cadera y parecía no poder levantarse. Tal vez la moral de Monique no fuera la más adecuada, pero sin duda la chica tenía un gran corazón y como un resorte se agachó a ayudar al señor para ayudarle a levantarse.

El viejecito aún dolorido le pidió que le ayudara a salir de allí y le guiara hasta unas escaleras que habían cerca para poder sentarse un rato.

– Muchas gracias por tu ayuda jovencita, parece que el hambre le hace olvidar a la gente el respeto por sus mayores.

– Esto es un verdadero caos – dijo Monique – no debería acercarse a ese maldito puesto de carne, las personas se vuelven como animales cuando empiezan las pujas.

– Pero si no me hubiera acercado ahora no tendría esto – dijo el anciano mostrando un paquete con aproximadamente un kilo de carne.

Los ojos de Monique se abrieron como platos, no había visto la carne tan cerca en semanas.

– ¿Cómo te llamas jovencita? – dijo el señor que esbozaba una maliciosa sonrisa mientras Monique tenía los ojos clavados en la comida.

– Monique – dijo sin apartar su mirada de la carne.

– Hagamos un trato Monique – dijo el viejo que sabía que la chica había picado su anzuelo- Si me ayudas a llevar este trozo de carne a mis hijos que viven cerca de aquí, te prometo un filete para ti sola. Al fin y al cabo un favor se paga con otro y yo casi no puedo caminar con el dolor que tengo en la cadera.

Monique que no podía salir de su asombro por tan gentil oferta sólo acertó a asentir con la cabeza mientras miraba al anciano. Este le extendió el paquete y le pidió que esperara un momento mientras escribía en un papel que metió dentro de un sobre que posteriormente cerró.

– Ya de paso aprovecho para que le entregues esta carta a mi hijo Matías – dijo el viejo quitándole importancia – si no, no se va a creer que te he prometido un trozo de carne por el encargo jeje.

Tras despedirse del señor, que aún se sujetaba la cadera con la mano en un claro síntoma de dolor, Monique se dirigió hacia la dirección indicada. Quedaba al otro lado de la plaza, cruzando el mercado, pero algo le perturbó cuando había avanzado sólo unos metros. Uno de los vendedores en el puesto de carne parecía esbozarle una sonrisa, pero no una de esas que le regalaban los hombres para ganarse sus favores, había algo perverso o malicioso en ella. Bajó la cabeza un poco asustada y como si su instinto femenino le avisara sintió que algo raro estaba pasando. Se giró para mirar al anciano pero allí ya no había nadie ¿cómo podía haberse ido tan rápido y escasos segundo antes no podía ni levantarse?.

Continuó su camino hacía la dirección marcada pero había algo en su interior que le decía que tuviera cuidado, una especie de intuición o sexto sentido que le pedía que saliera corriendo y nunca entregara esa carne. Pero como ya habíamos dicho, Monique era una chica honesta que se veía incapaz de robarle a un anciano y a pesar de su miedo, prosiguió con su encargo.

Pero algo la detuvo una vez que llegó al lugar marcado, la dirección exacta estaba en un oscuro y recóndito callejón que quedaba oculto de la mirada indiscreta de todo el que paseara por la calle principal. Ligeramente asustada por la idea de que el viejo hubiese ideado un plan para violarla. Decidió que lo mejor era no arriesgarse, así que ofreció una moneda de pequeño valor a un muchacho de la calle para que terminara el encargo.

Le esperaba en la esquina mientras observaba como el chiquillo llamaba a una sucia puerta de madera en la que se abrió una mirilla por la cual un hombre se asomó para ver quien había llamado y comprobar que no hubiera nadie más con él.

– ¿Es usted Matías? – dijo el chico- su padre le envía esta carta y este paquete de carne.

El hombre no le hizo esperar, abrió la puerta con la intención de recibir el paquete. Pero para sorpresa de Monique, que observaba todo desde la distancia, no agarró el paquete de carne, si no que sujetó fuertemente la muñeca del muchacho y de un tirón lo metió dentro de la casa cerrando la puerta con fuerza. Se comenzaron a escuchar gritos que fueron acallados en pocos segundos…

El bullicio ensordecedor de la plaza había silenciado al pequeño. Pero Monique había sido testigo de todo, así que gritando se dirigió a un par de militares que sabía que siempre vigilaban que todo estuviera en orden cuando el mercado se abría.

– ¡Por favor ayuda, acaban de secuestrar a un niño! – dijo Monique mientras tiraba del brazo de uno de los soldados guiándole hacia el lugar.

En menos de un minuto los militares se encontraban golpeando la puerta del lugar en el que había desaparecido el niño. Un fuerte alboroto se escuchó en el interior del edificio, un par de hombres vociferaban y golpeaban la puerta desde el interior, parecía que estaban colocando muebles y otros objetos pesados para evitar que se abriera con las patadas de los soldados. De repente el ruido cesó y segundos después, por una de las ventanas que habían en el tejado apareció un hombre que velozmente saltó al edificio cercano y desapareció de la vista de Monique, quien gritando avisaba a los militares que estaban escapando por arriba. Un segundo hombre salió y los soldados advertidos por Monique le dispararon, uno de los disparos le acertó en pleno corazón y cayó rodando por el tejado hasta el vacío, golpeando el suelo con un golpe atronador a unos metros de Monique.

Tras un par de minutos, los militares se cercioraron de que nadie mas saliera por la ventana y regresaron a la puerta, que empezaron a golpear con más insistencia hasta que consiguieron abrirla lo suficiente para apartar los muebles con los que los delincuentes habían formado una barricada temporal que impedía acceder al edificio.

Cuando consiguieron entrar se quedaron estupefactos, uno de ellos tuvo que salir inmediatamente mientras vomitaba, su estómago no pudo soportar el presenciar tan macabro espectáculo.

De un gancho colgaba el niño boca abajo con la garganta degollada, un cubo debajo recogía toda la sangre. A escasos metros había una mesa que parecía usarse para separar la carne del hueso y donde se podían ver restos humanos como pies, manos y una cabeza. Junto a unos cuchillos ensangrentados habían varios montones de carne humana que ya estaba lista para ser empaquetada.

Mientras, Monique, ajena al matadero humano que habían visto los militares se acercó al hombre abatido por los disparos, al mirarle más de cerca le reconoció como uno de los hombre que despachaban carne en el mercado. Pero lo que más le llamó la atención fue que de uno de sus bolsillos asomaba el sobre que le había entregado el anciano. La mujer se agachó y tras recogerlo decidió abrirlo, en su interior encontró escrito lo siguiente:

“Esta es la última que os envío hoy, las ventas van mejor que nunca”

Por supuesto cuando los soldados fueron al puesto de carne ya no quedaba nadie allí, seguramente el hombre huido había conseguido avisarles.

FIN.

NOTA: Son muy comunes las leyendas urbanas que nos alertan de ayudar al prójimo y mucho más cuando se trata de alguien desvalido como un niño o un anciano que parece salir de ninguna parte y nos guían a algún lugar desolado. Aún a día de hoy es habitual escuchar que a una amiga de un amigo la violaron por ayudar a un niño perdido que acabó llevándola a un callejón o una mujer pidiendo socorro que acabó robando a la persona que la auxiliaba. ¿Realidad o leyenda? Sin lugar a duda me aventuraría a decir que en más de una ocasión se hizo realidad.

 
Design by Free WordPress Themes | Bloggerized by Lasantha - Premium Blogger Themes | Online Project management